El ejercicio. (de sentir)
Hoy es un día común y corriente. Me despierto desperezándome y, como todos los días, tardo mucho en hacerlo. Me cuesta mucho levantarme de la cama. Hay veces que, hundido por el sueño, me olvido la razón de despertar. Aún así logro desayunar, cambiarme (nunca me arreglé mucho, simplemente me visto, sin peinarme) y llegar a tiempo al trabajo.
En este momento estoy enfrentado al espejo, con los ojos cerrados y en el medio de un hondo suspiro. Estoy tratando de convencer a mi complemento de que todo esto es real. La monotonía me es erosiva y carcelaria, pero no puedo salir de sí. Siento que mi reflejo no entiende esa idea, porque si bien es claro que la vida es basta e infinita, yo no lo soy y él tampoco lo es, y las formas de vivir son pocas, en mi caso única y naturalmente la de él, también. Siempre dejo a mi complemento hablando solo, porque me agarra siempre antes de ir atrabajar o antes de ir a dormir. Nunca después. Siempre antes de todo y no lo entiendo. Por eso ahora estoy caminando hacia la parada de colectivo, para ir al trabajo. A veces lo veo en el vidrio de la ventanilla del colectivo. Hoy no es el día.
Mi trabajo es como el de todos, pero aclaro que es sutilmente distinto. Nunca lo logro hacer.
A pesar de eso me pagan, siempre en tiempo y forma. Nunca llego tarde, ni falto y ellos, de la misma manera, me remuneran. Aparentemente con sólo intentar es suficiente para el sueldo, respetando los formalismos de presentación.
Estoy a cargo de un edificio completo. El edificio tiene once pisos, de los cuáles sólo puedo entrar a los primeros diez. Nunca entré al onceavo, ni me interesa. Además no hay escalera hasta allí y el ascensor no llega sino hasta el décimo.
Bueno, mi trabajo consiste en atender teléfonos. No sé que pasaría si alguna vez atendiera alguno, porque nunca lo he hecho. Los teléfonos suenan en cualquier cuarto de los diez pisos y mi trabajo es encontrar cuál suena y atenderlo. Las primeras veces me consternaba por no poder lograrlo, pero con el tiempo (no sé si llevo veinte años trabajando acá) me acostumbré a no poder y mis esfuerzos no son enérgicos, sino lentos y tranquilos, a menos que el sonido se escuche mas o menos cerca.
El edificio tiene los diez pisos exactamente iguales, con las habitaciones en las mismas disposiciones. No tiene ventanas, los cuartos tienen pocos muebles, y todos, pero todos los cuartos tienen una cama, una mesita y su correspondiente teléfono. Hay veces que me acuesto en alguna de las camas. Como ahora. Usualmente me detengo a pensar, acerca de qué pasaría si atendiera un teléfono. ¿Se acabaría mi trabajo?¿ Me quedaría desempleado?¿Recibiría un aumento?¿Quién está detrás del teléfono?
Muchas veces el teléfono se escucha a lo lejos mientras estoy reposando y me apresuro por atenderlo, mentalizado de que no voy a poder atenderlo. Ahora no es el caso, es decir, estoy acostado en esta cama hace mucho tiempo y seguro está por terminar mi jornada sin que algún teléfono me exalte.
A veces me invaden las ganas de que haya una ventana en algún piso, así podría observar el día, ya que entro muy temprano y salgo muy tarde. Como hoy.
El camino de vuelta es menos apagado que el de ida. Como que de alguna manera me libro por algunas horas la responsabilidad estúpida de atender el teléfono. Pero siempre la sombría idea del mañana acecha mi presente y la vida es única e inmutable; frente a un espejo, corriendo detrás de un timbre, sobre una cama; cuando despierto cada mañana y respiro mi primera bocanada de aire.
Estoy seguro que en la mañana no lo voy a recordar, porque es así de imparcial el mecanismo de los sueños, pero estoy inmóvil en el agua clara y espesa, durante tanto tiempo que parece una vida entera, donde puedo respirar pero no moverme y siento que puedo agarrar la luz con mis manos y curvarla, como si fuera estaño. Acá nada tiene sentido, ni siquiera el trabajo. Acá puedo comprender todo. Menos una eventualidad que sucede muy esporádicamente. Hay como un vidrio, una suerte de espejo que no refleja y que cae lentamente como si alguien lo hubiese arrojado, y en la traza de su indiferente caída, pasa muy cerca mío. Cuando sucede, cae hasta el fondo del abismo, pero hay una distancia que me facilita un ángulo muy particular en el que puedo ver momentáneamente cómo un hombre vestido, pero despeinado, cierra los ojos y suspira parado en lo que parece ser un baño. He visto ese espejo una y otra vez a lo largo de esta eternidad acotada por el día, he estado aquí desde siempre pero sólo me entero al caer dormido y todavía no sé quien es ese hombre.
En este momento estoy enfrentado al espejo, con los ojos cerrados y en el medio de un hondo suspiro. Estoy tratando de convencer a mi complemento de que todo esto es real. La monotonía me es erosiva y carcelaria, pero no puedo salir de sí. Siento que mi reflejo no entiende esa idea, porque si bien es claro que la vida es basta e infinita, yo no lo soy y él tampoco lo es, y las formas de vivir son pocas, en mi caso única y naturalmente la de él, también. Siempre dejo a mi complemento hablando solo, porque me agarra siempre antes de ir atrabajar o antes de ir a dormir. Nunca después. Siempre antes de todo y no lo entiendo. Por eso ahora estoy caminando hacia la parada de colectivo, para ir al trabajo. A veces lo veo en el vidrio de la ventanilla del colectivo. Hoy no es el día.
Mi trabajo es como el de todos, pero aclaro que es sutilmente distinto. Nunca lo logro hacer.
A pesar de eso me pagan, siempre en tiempo y forma. Nunca llego tarde, ni falto y ellos, de la misma manera, me remuneran. Aparentemente con sólo intentar es suficiente para el sueldo, respetando los formalismos de presentación.
Estoy a cargo de un edificio completo. El edificio tiene once pisos, de los cuáles sólo puedo entrar a los primeros diez. Nunca entré al onceavo, ni me interesa. Además no hay escalera hasta allí y el ascensor no llega sino hasta el décimo.
Bueno, mi trabajo consiste en atender teléfonos. No sé que pasaría si alguna vez atendiera alguno, porque nunca lo he hecho. Los teléfonos suenan en cualquier cuarto de los diez pisos y mi trabajo es encontrar cuál suena y atenderlo. Las primeras veces me consternaba por no poder lograrlo, pero con el tiempo (no sé si llevo veinte años trabajando acá) me acostumbré a no poder y mis esfuerzos no son enérgicos, sino lentos y tranquilos, a menos que el sonido se escuche mas o menos cerca.
El edificio tiene los diez pisos exactamente iguales, con las habitaciones en las mismas disposiciones. No tiene ventanas, los cuartos tienen pocos muebles, y todos, pero todos los cuartos tienen una cama, una mesita y su correspondiente teléfono. Hay veces que me acuesto en alguna de las camas. Como ahora. Usualmente me detengo a pensar, acerca de qué pasaría si atendiera un teléfono. ¿Se acabaría mi trabajo?¿ Me quedaría desempleado?¿Recibiría un aumento?¿Quién está detrás del teléfono?
Muchas veces el teléfono se escucha a lo lejos mientras estoy reposando y me apresuro por atenderlo, mentalizado de que no voy a poder atenderlo. Ahora no es el caso, es decir, estoy acostado en esta cama hace mucho tiempo y seguro está por terminar mi jornada sin que algún teléfono me exalte.
A veces me invaden las ganas de que haya una ventana en algún piso, así podría observar el día, ya que entro muy temprano y salgo muy tarde. Como hoy.
El camino de vuelta es menos apagado que el de ida. Como que de alguna manera me libro por algunas horas la responsabilidad estúpida de atender el teléfono. Pero siempre la sombría idea del mañana acecha mi presente y la vida es única e inmutable; frente a un espejo, corriendo detrás de un timbre, sobre una cama; cuando despierto cada mañana y respiro mi primera bocanada de aire.
Estoy seguro que en la mañana no lo voy a recordar, porque es así de imparcial el mecanismo de los sueños, pero estoy inmóvil en el agua clara y espesa, durante tanto tiempo que parece una vida entera, donde puedo respirar pero no moverme y siento que puedo agarrar la luz con mis manos y curvarla, como si fuera estaño. Acá nada tiene sentido, ni siquiera el trabajo. Acá puedo comprender todo. Menos una eventualidad que sucede muy esporádicamente. Hay como un vidrio, una suerte de espejo que no refleja y que cae lentamente como si alguien lo hubiese arrojado, y en la traza de su indiferente caída, pasa muy cerca mío. Cuando sucede, cae hasta el fondo del abismo, pero hay una distancia que me facilita un ángulo muy particular en el que puedo ver momentáneamente cómo un hombre vestido, pero despeinado, cierra los ojos y suspira parado en lo que parece ser un baño. He visto ese espejo una y otra vez a lo largo de esta eternidad acotada por el día, he estado aquí desde siempre pero sólo me entero al caer dormido y todavía no sé quien es ese hombre.
Qué bien Loren, el artículo 14 bis te avala. Congrats
ResponderBorrarJajajajajajaja gracias (?
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