El ejercicio (de recordar).
En esta época del año, la noche dura ininterrumpida. El día es un vestigio atacado por la lejanía del sol.
La noche vuelve frío a cada ocaso oculto. El clima oscuro permanece limitado por el resplandor de la nieve en todo el suelo, por todas partes. La calle, como el reflejo de todas las luces perdidas, termina siendo el sendero frío y mojado que acobija todo aquel que se pierda en la ciudad.
En esta época, que llega desprevenida, gasto los períodos de alta luna caminando por las calles blancas y espejadas, como única alternativa a todo esto.
Recorro cada sendero, y cada espacio, esperando matar el tiempo y liberarme de la prisión que me resulta el día mientras busco un lugar tibio donde descansar.
Estos sitios son poco especiales, salvo por el calor y el abrigo de la noche y la nieve. Hay poca luz, generalmente pocos focos y muy tenues. Suelo quedarme poco tiempo, hasta que recupere fuerzas. Como hay poca luz, solo veo sombras o proyecciones de gente en las paredes. No me dan ganas de indagar, solo pasar el rato, tan hostil puertas afuera.
Antes de salir tengo la mala costumbre de mirar atrás. Nunca hay algo, ni alguien, simplemente sombras y luz, envuelto en el calor plástico que necesito para descansar.
Espero a que suba la luna, en señal de inicio a mi continuo ritual. Es algo curioso, porque siento que desde mi partida hasta mi destino, el transcurso es discriminado del contexto en el que parto: salir de un lugar tibio, sin viento, con techo, al agresivo vapor condensado que sale de mi boca y el crujir de la nieve; los únicos rastros de vida en la ciudad.
Las fachadas de los edificios expresan el ánima de la noche; las luces apagadas y con pequeños cúmulos de nieve en los balcones y marcos de ventanas.
Deambular por la ciudad quieta me tranquiliza, a pesar de estar perdido. Supongo que es lo único que hago; en soledad y muy seguido, cada vez que puedo huir en la noche.
Pero lo que realmente quiero contar es que al toparme con la noche larga en la que me encuentro, siento la nieve como esa lluvia que nunca cae, esa lluvia que quedó guardada en el suelo y que me recuerda que llueve, que continuamente llueve blanco esplendor de frío, y que es ubicuo a lo largo de mi ausencia de los lugares tibios e iluminados.
De hecho, es prácticamente imposible despegar la nieve del suelo, está arraigada, como si fuera una con el piso. A veces, jugando, pateo y escarbo para ver de qué color es el piso, pero recuerdo toda esa lluvia que no cayó, contenida sobre el suelo, y entonces mi juego es en vano (o por lo menos para mí concluye así).
Los árboles quizás no sean mas árboles, quien sabe, simplemente son raíces que emergen congeladas del suelo blanco. Entre su copa blanca o vacía, el frío les resulta hermoso, resalta la dureza y lo inexorable que es su camino al sol; en cambio, el frío me aplaca con sólo mostrar su luna, ni siquiera entera.
Aprovecho la luz radiante de media noche para migrar de lugar a otro, a paso furtivo entre el brusco blanco, buscando esa tibieza que a veces necesito para dormir. De eso se trata todo esto.
Caminar de luna a luna, como nómade, en absoluto silencio, expectante a rastros de vida en este lugar es un juego tétrico del que ya me cansé de jugar. Ver marcas en el suelo que parecen ser huellas, marcas en los ladrillos de las paredes, señales en postes, todas esas cosas que dejó la gente para esperanzar y no hacen mas que realzar el abandono.
Increíblemente, hace ya muchos días, creí haber encontrado algo. No podría llamarlo vida pero supongo que es algo mas solemne.
Entonces es cuando me encuentro atónito, sorprendido y con los pies flojos al ver el color del suelo, alrededor de una estatua. Tal cual como les comento, en esta época, con toda esa lluvia, con todo este frío y con tan longeva noche.
Estaba caminando por la zona de mayor concentración de edificios, todos acumulados; engendran oscuridad en la vereda y la nieve exhibe la mixtura del blanco y la mugre de la calle. No me gusta caminar por esos lugares, me suelo perder muy fácil, pero es donde se encuentran mas lugares tibios últimamente, según leí en algunas paredes.
Fue cuando no tenía dónde ir, cuando no encontraba luz que seguir para refugiarme, cuando caía la luna; entonces, en el medio de un cantero que emergía de una esquina, estaba una estatua de un hombre de mi edad, sonriendo en un ademán de saludo con la palma abierta. Parecía de bronce oxidado, de color verde un poco apagado por el ataque del tiempo. A su alrededor, no había nieve. Insólito, el piso estaba seco y del color de la cerámica, de diseños geométricos rectangulares rojos y amarillos. Nunca lo hubiese adivinado.
Sentado allí, me quedé mirando la estatua, que por cierto no tenía ningún tipo de descripción ni leyenda, como si el gesto del hombre fuese suficiente para interpretar el significado de su presencia.
Quedé dormido. Me desperté por el frío. La nieve había cubierto mis piernas y parte de mi pecho. Me costó separar mis botas congeladas del suelo, también gélido.
Lo mas sorpresivo fue ver la estatua cubierta de nieve, casi irreconocible. No tuve mejor opción que seguir deambulando, pero en la oscuridad sin luna.
Me pregunté porque había sucedido aquello de la estatua, y no ví huella alguna. O algún indicio que pudiera perseguir para enterarme de aquel refugio alrededor de la estatua.
Me quedé en la zona de edificios unos días más. A la tercer noche volví a encontrar la misma estatua, debajo de un pequeño techo. Intenté no dormir y observarla todo lo que pudiese, porque sentía familiar esa presencia, pero no sabía bien porqué.
El piso era gris, muy aburrido. Me esperaba otro de diseños geométricos de colores. Ojala que el piso en general no sea así. Sería muy aburrido.
Muchas veces sueño con el piso lleno de colores y diseños, decorando la grisácea ciudad.
En la plenitud de mi cansancio, soñé sobre suelos magenta, azul y amarillo. Me volvió a despertar el frío de la nieve trepando por mi cuerpo.
Así conocí todas las lunas; en su pleno crisantemo blanco, como en su silueta expectante. También supe temer con mucho pudor los períodos de día, cuando la oscuridad era plana en ausencia de luna.
Los caminos poco a poco iban recorriéndose, las huelas de mis pies cubrían gran parte de toda esa nieve escondida.
Siempre, pero siempre, a lo largo del tiempo, tenía la suerte de encontrar a la estatua, esperándome en su halo seco.
Noches de viento, de nevada, sin luna, las más duras, las sucedía al pie de mi gran ángel de piedra.
Una noche, recostado al pie, sobre el suelo seco, miré el cielo. Pude ver un tenue resplandor, puntual, diminuto e intermitente. Me cayó una lágrima, porque se me cruzó la idea de que aquello podría ser una estrella. Quizás no perdí mi firmamento.
Con el tiempo, a la estatua le fui contando sucesos y opiniones; compartirle mi interior me resultaba pleno divertido. A veces me reía de su inmutabilidad, tan sincera, como si fuera a evocar viejas épocas.
Pero un día, dejé de encontrarlo. Lo busqué y lo busqué, de forma exhaustiva. La inquietante sorpresa de las esquinas vacías no hacía mas que entristecerme.
Las noches se largaron en correntosas y constantes ventiscas, que nunca antes había sentido. Las semanas ya no podían discriminarse de los días, porque la desidia de la vigilia era insoportable.
Lloraba por miedo a mi futuro, por miedo a mi bienestar y por miedo a la estatua, casi sin consuelo, salvo por la idea de volver a encontrarla. Pero la basta nada se jactaba de verme solo y con frío, durante todo mi deambular.
Para mi ya desmotivada caminata, fue increíble, de un momento a otro, escuchar un grito rebotar en las paredes de los edificios, exclamando mi nombre.
Fue entonces cuando corrí, sin fuerzas y luchando contra el viento y la complicada nieve, para llegar al lugar de donde se gritó mi nombre. Al correr vi el vapor de mi respiración elevarse en señal de gran esfuerzo, disipándose en las alturas. Al alzar la vista no podría creer lo que estaba viendo, el cielo mas estrellado que vi jamás. Muchísimos puntos blancos deformaron el cielo en sábanas y cascadas de luz. Nunca vi mi cielo con el fulgor de esa noche.
Me sentí profundamente solo, sin nadie a quien compartirle el regalo del cielo.
Entonces lloré, lloré con toda la voluntad que tuve. Azoté el suelo con mi puño cerrado, vencido por la impotencia incisiva de no volverla a ver; de todo el tiempo que pasó y de su futuro abandono, inminente. Mi cuerpo se iría entregando a la oscuridad, mientras muchas partes de mi caen al suelo en forma de lágrima; todo eso que supe ser y que escondí, todo lo que acobije a los pies de aquella estatua, que ya no volvería a iluminarme en mis momentos mas oscuros.
Todo iba a cambiar. Todo, ya no habría suspiros ni descansos de mi condición, todo lo que es y soy arremetería con mi difuminado cuerpo sobre la nieve clara y blanca, hasta que ya no quede nada de mi por purgar.
-Mientras el hombre lloraba desconsoladamente, el cielo comenzó a cambiar estrepitosamente, nubes grisáceas cubrieron el firmamento estrellado y en violentas correntadas de viento, cambiaron su tonalidad a violeta, luego a naranja y finalmente en convulsionado gris oscuro, en un movimiento acelerado y continuo, demostrando el cambio entrante a la noche inmaculada que se vivía. Las nubes cubrieron el firmamento en potestad de todas las lágrimas que derramó el hombre.
La lluvia golpeó el suelo con mucho ahínco, borrando el blanco plástico y vanidoso de toda la superficie para transformarlo en agua clara y así conocer lo que subyace de todos los senderos.
En continuos golpes al piso, y en espasmos, el hombre fue sumergido en el diluvio que consistió despertar; alzar la vista y ver el sol atrapado tras las nubes, iluminando tenuemente las gotas que caen en resplandor cristalino hacia suelos coloreados.
Al mismo instante que despertó, se fijó la fecha: hacía 3 meses que no hablaba con Juan.
La noche vuelve frío a cada ocaso oculto. El clima oscuro permanece limitado por el resplandor de la nieve en todo el suelo, por todas partes. La calle, como el reflejo de todas las luces perdidas, termina siendo el sendero frío y mojado que acobija todo aquel que se pierda en la ciudad.
En esta época, que llega desprevenida, gasto los períodos de alta luna caminando por las calles blancas y espejadas, como única alternativa a todo esto.
Recorro cada sendero, y cada espacio, esperando matar el tiempo y liberarme de la prisión que me resulta el día mientras busco un lugar tibio donde descansar.
Estos sitios son poco especiales, salvo por el calor y el abrigo de la noche y la nieve. Hay poca luz, generalmente pocos focos y muy tenues. Suelo quedarme poco tiempo, hasta que recupere fuerzas. Como hay poca luz, solo veo sombras o proyecciones de gente en las paredes. No me dan ganas de indagar, solo pasar el rato, tan hostil puertas afuera.
Antes de salir tengo la mala costumbre de mirar atrás. Nunca hay algo, ni alguien, simplemente sombras y luz, envuelto en el calor plástico que necesito para descansar.
Espero a que suba la luna, en señal de inicio a mi continuo ritual. Es algo curioso, porque siento que desde mi partida hasta mi destino, el transcurso es discriminado del contexto en el que parto: salir de un lugar tibio, sin viento, con techo, al agresivo vapor condensado que sale de mi boca y el crujir de la nieve; los únicos rastros de vida en la ciudad.
Las fachadas de los edificios expresan el ánima de la noche; las luces apagadas y con pequeños cúmulos de nieve en los balcones y marcos de ventanas.
Deambular por la ciudad quieta me tranquiliza, a pesar de estar perdido. Supongo que es lo único que hago; en soledad y muy seguido, cada vez que puedo huir en la noche.
Pero lo que realmente quiero contar es que al toparme con la noche larga en la que me encuentro, siento la nieve como esa lluvia que nunca cae, esa lluvia que quedó guardada en el suelo y que me recuerda que llueve, que continuamente llueve blanco esplendor de frío, y que es ubicuo a lo largo de mi ausencia de los lugares tibios e iluminados.
De hecho, es prácticamente imposible despegar la nieve del suelo, está arraigada, como si fuera una con el piso. A veces, jugando, pateo y escarbo para ver de qué color es el piso, pero recuerdo toda esa lluvia que no cayó, contenida sobre el suelo, y entonces mi juego es en vano (o por lo menos para mí concluye así).
Los árboles quizás no sean mas árboles, quien sabe, simplemente son raíces que emergen congeladas del suelo blanco. Entre su copa blanca o vacía, el frío les resulta hermoso, resalta la dureza y lo inexorable que es su camino al sol; en cambio, el frío me aplaca con sólo mostrar su luna, ni siquiera entera.
Aprovecho la luz radiante de media noche para migrar de lugar a otro, a paso furtivo entre el brusco blanco, buscando esa tibieza que a veces necesito para dormir. De eso se trata todo esto.
Caminar de luna a luna, como nómade, en absoluto silencio, expectante a rastros de vida en este lugar es un juego tétrico del que ya me cansé de jugar. Ver marcas en el suelo que parecen ser huellas, marcas en los ladrillos de las paredes, señales en postes, todas esas cosas que dejó la gente para esperanzar y no hacen mas que realzar el abandono.
Increíblemente, hace ya muchos días, creí haber encontrado algo. No podría llamarlo vida pero supongo que es algo mas solemne.
Entonces es cuando me encuentro atónito, sorprendido y con los pies flojos al ver el color del suelo, alrededor de una estatua. Tal cual como les comento, en esta época, con toda esa lluvia, con todo este frío y con tan longeva noche.
Estaba caminando por la zona de mayor concentración de edificios, todos acumulados; engendran oscuridad en la vereda y la nieve exhibe la mixtura del blanco y la mugre de la calle. No me gusta caminar por esos lugares, me suelo perder muy fácil, pero es donde se encuentran mas lugares tibios últimamente, según leí en algunas paredes.
Fue cuando no tenía dónde ir, cuando no encontraba luz que seguir para refugiarme, cuando caía la luna; entonces, en el medio de un cantero que emergía de una esquina, estaba una estatua de un hombre de mi edad, sonriendo en un ademán de saludo con la palma abierta. Parecía de bronce oxidado, de color verde un poco apagado por el ataque del tiempo. A su alrededor, no había nieve. Insólito, el piso estaba seco y del color de la cerámica, de diseños geométricos rectangulares rojos y amarillos. Nunca lo hubiese adivinado.
Sentado allí, me quedé mirando la estatua, que por cierto no tenía ningún tipo de descripción ni leyenda, como si el gesto del hombre fuese suficiente para interpretar el significado de su presencia.
Quedé dormido. Me desperté por el frío. La nieve había cubierto mis piernas y parte de mi pecho. Me costó separar mis botas congeladas del suelo, también gélido.
Lo mas sorpresivo fue ver la estatua cubierta de nieve, casi irreconocible. No tuve mejor opción que seguir deambulando, pero en la oscuridad sin luna.
Me pregunté porque había sucedido aquello de la estatua, y no ví huella alguna. O algún indicio que pudiera perseguir para enterarme de aquel refugio alrededor de la estatua.
Me quedé en la zona de edificios unos días más. A la tercer noche volví a encontrar la misma estatua, debajo de un pequeño techo. Intenté no dormir y observarla todo lo que pudiese, porque sentía familiar esa presencia, pero no sabía bien porqué.
El piso era gris, muy aburrido. Me esperaba otro de diseños geométricos de colores. Ojala que el piso en general no sea así. Sería muy aburrido.
Muchas veces sueño con el piso lleno de colores y diseños, decorando la grisácea ciudad.
En la plenitud de mi cansancio, soñé sobre suelos magenta, azul y amarillo. Me volvió a despertar el frío de la nieve trepando por mi cuerpo.
Así conocí todas las lunas; en su pleno crisantemo blanco, como en su silueta expectante. También supe temer con mucho pudor los períodos de día, cuando la oscuridad era plana en ausencia de luna.
Los caminos poco a poco iban recorriéndose, las huelas de mis pies cubrían gran parte de toda esa nieve escondida.
Siempre, pero siempre, a lo largo del tiempo, tenía la suerte de encontrar a la estatua, esperándome en su halo seco.
Noches de viento, de nevada, sin luna, las más duras, las sucedía al pie de mi gran ángel de piedra.
Una noche, recostado al pie, sobre el suelo seco, miré el cielo. Pude ver un tenue resplandor, puntual, diminuto e intermitente. Me cayó una lágrima, porque se me cruzó la idea de que aquello podría ser una estrella. Quizás no perdí mi firmamento.
Con el tiempo, a la estatua le fui contando sucesos y opiniones; compartirle mi interior me resultaba pleno divertido. A veces me reía de su inmutabilidad, tan sincera, como si fuera a evocar viejas épocas.
Pero un día, dejé de encontrarlo. Lo busqué y lo busqué, de forma exhaustiva. La inquietante sorpresa de las esquinas vacías no hacía mas que entristecerme.
Las noches se largaron en correntosas y constantes ventiscas, que nunca antes había sentido. Las semanas ya no podían discriminarse de los días, porque la desidia de la vigilia era insoportable.
Lloraba por miedo a mi futuro, por miedo a mi bienestar y por miedo a la estatua, casi sin consuelo, salvo por la idea de volver a encontrarla. Pero la basta nada se jactaba de verme solo y con frío, durante todo mi deambular.
Para mi ya desmotivada caminata, fue increíble, de un momento a otro, escuchar un grito rebotar en las paredes de los edificios, exclamando mi nombre.
Fue entonces cuando corrí, sin fuerzas y luchando contra el viento y la complicada nieve, para llegar al lugar de donde se gritó mi nombre. Al correr vi el vapor de mi respiración elevarse en señal de gran esfuerzo, disipándose en las alturas. Al alzar la vista no podría creer lo que estaba viendo, el cielo mas estrellado que vi jamás. Muchísimos puntos blancos deformaron el cielo en sábanas y cascadas de luz. Nunca vi mi cielo con el fulgor de esa noche.
Me sentí profundamente solo, sin nadie a quien compartirle el regalo del cielo.
Entonces lloré, lloré con toda la voluntad que tuve. Azoté el suelo con mi puño cerrado, vencido por la impotencia incisiva de no volverla a ver; de todo el tiempo que pasó y de su futuro abandono, inminente. Mi cuerpo se iría entregando a la oscuridad, mientras muchas partes de mi caen al suelo en forma de lágrima; todo eso que supe ser y que escondí, todo lo que acobije a los pies de aquella estatua, que ya no volvería a iluminarme en mis momentos mas oscuros.
Todo iba a cambiar. Todo, ya no habría suspiros ni descansos de mi condición, todo lo que es y soy arremetería con mi difuminado cuerpo sobre la nieve clara y blanca, hasta que ya no quede nada de mi por purgar.
-Mientras el hombre lloraba desconsoladamente, el cielo comenzó a cambiar estrepitosamente, nubes grisáceas cubrieron el firmamento estrellado y en violentas correntadas de viento, cambiaron su tonalidad a violeta, luego a naranja y finalmente en convulsionado gris oscuro, en un movimiento acelerado y continuo, demostrando el cambio entrante a la noche inmaculada que se vivía. Las nubes cubrieron el firmamento en potestad de todas las lágrimas que derramó el hombre.
La lluvia golpeó el suelo con mucho ahínco, borrando el blanco plástico y vanidoso de toda la superficie para transformarlo en agua clara y así conocer lo que subyace de todos los senderos.
En continuos golpes al piso, y en espasmos, el hombre fue sumergido en el diluvio que consistió despertar; alzar la vista y ver el sol atrapado tras las nubes, iluminando tenuemente las gotas que caen en resplandor cristalino hacia suelos coloreados.
Al mismo instante que despertó, se fijó la fecha: hacía 3 meses que no hablaba con Juan.
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