No quiero apurarme.

Es nocivo lo que nos contiene. Supongo que es la incertidumbre. ¿Pero cómo la detengo? Alguno dijo, una vez, que la incertidumbre se cura con el tiempo. El tiempo es una de esas curas que no calman, sinó que inquietan. Otro dijo, capáz más de una vez, que sólo hay una forma de vivir. No sé cual és. Sólo sé que esa manera cuesta tiempo.
Se me ocurre que nacemos para curarnos y morir sanos. Como todo. Alcanzar la perfección, la última forma estable, en un recorrido lento y constructivo que nos degrada, que nos cura de todo espasmo de vida y rasgo de tiempo, nos volvemos parte de todo eso que se lleva el viento.
 Igual todavía nadie vio donde nace el viento. Pero sí donde muere; en el fin de las brizas.
Cuando muere en mi cuerpo siento incertidumbre. Nadie te cuenta que matás viento con tu cuerpo. Ni hablar cuando colgás la ropa. 
Por eso me tienta el origen. Nos tienta el origen. Me corrijo porque, fijate, no hay unidades, continuamente compartimos el mismo tiempo, curarnos tantas veces, matar cada vez más viento, inquietarse juntos, en muchos idiomas, en muchas señas; en muchos gestos.
Somos en el tiempo. Somos en un rocío dinámico y truculento, engañoso como el reloj de Cesio que cuenta las fracciones más diminutas de tiempo, como si fuese discreto, análogo, digitalizable. Como si curarse fuese una sincronía secuenciable y mundialmente mensurable.
Y sí, tengo mucho miedo. Porque la incertidumbre se cura con el tiempo, y ni yo ni nadie sabe algo sobre él. Se sabe que cuesta vida, pero yo no sé qué hacer con ella. Todavía no puedo dejar de matar el viento, sé que es mi culpa por rendirme al truque mezquino, un canje de sueños por momentos, por tiempo, como si no costase nada. Pero me convenzo rápido. Yo sé que en el último segundo de mi enfermedad, voy a ver cómo y dónde nace el viento. Quizás eso sí me cueste la vida.

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