El verdadero viaje es retornar
Caí en cuenta cuando estaba volviendo en colectivo para mi casa, por Rivadavia. Tenía la mochila ya muy pesada sobre mi espalda cansada y sucia. Saqué la cabeza por la ventanilla para sentir el viento, ese viento distinto a los que venía sintiendo, al de Buenos Aires en la vorágine de las once de la mañana, en plena hora pico de la capital, una ciudad casi impenetrable, de 50 kilómetros radiales de extensión urbanizada, cosa que no vi ni en toda Bolivia ni en todo el país.
Tuve una regresión mientras el viento me refrescaba la cara. En ese mismo instante estaba sacando la cabeza por la ventanilla en un micro bastante precario que moviliza la ruta sin nombre entre Valle Serrano y Pucará que atraviesa selva boliviana (técnicamente el bioma es llamado bosque seco boliviano tucumano), vegetación muy frondosa y con sorprendentes cambios de colores en el suelo, de marrón y rojo, a gris hasta un negro obsidiana muy penetrante. La ruta, muy angosta, esta llena de riscos y pendientes, puesto que penetra la serranía con mucha paciencia. Allí el viento lo sentía acompañando mi aventura, casi furtiva. Saqué la cabeza por la ventanilla para ver cómo el micro maniobraba en esa ruta tan pequeña; la doble rueda trasera tenía su mitad suspendida en el aire, volando sobre acantilados en cada curva, desprendiendo pedazos de ripio a cada vuelta.
El colectivo se detiene en un semáforo. Me doy cuenta de lo extraño que se me veía sacando así el balero por plena Rivadiavia. Me doy cuenta que se viene algo tan común que casi asusta, la misma gente, el mismo lugar, las mismas cosas para hacer todos los días, las antiguas ambiciones y toda la pesades de la redimensionalización que aconteció sobre mí al hablar con tanta gente y visitar tantos lugares, como nunca antes en mi vida.
Cuando vuelvo, comí con mi familia, por todo lo que no comí en un mes, tremendamente austero, dormí siesta por todo lo que no dormí en todo el viaje, entre butacas, la calle, las terminales y los hostels; me sentí en casa.
Cuando me despierto, de esa inmensa siesta con la panza llena, todo pareció una epifanía, una reflexión basada en una fantasía muy real. No iba a tener que pasar hambre, no iba a tener que planear a dónde ir, ni como hacer para pagar menos, ni qué iba a hacer para comer, solamente esperar atardecer para visitar al resto de mis amigos y empezar con mi vida nuevamente, porque solo fue una aventura típica de un pibe de clase media jugando a ser pobre en otro país y en otras provincias; pero así fue como me lancé entero a aquella porción del mundo: los carnavales jujeños y la quebrada, las ciudades bolivianas, las capitales del norte argentino y la diferencia cultural que existe en tan solo algunos kilómetros.
Tuve una regresión mientras el viento me refrescaba la cara. En ese mismo instante estaba sacando la cabeza por la ventanilla en un micro bastante precario que moviliza la ruta sin nombre entre Valle Serrano y Pucará que atraviesa selva boliviana (técnicamente el bioma es llamado bosque seco boliviano tucumano), vegetación muy frondosa y con sorprendentes cambios de colores en el suelo, de marrón y rojo, a gris hasta un negro obsidiana muy penetrante. La ruta, muy angosta, esta llena de riscos y pendientes, puesto que penetra la serranía con mucha paciencia. Allí el viento lo sentía acompañando mi aventura, casi furtiva. Saqué la cabeza por la ventanilla para ver cómo el micro maniobraba en esa ruta tan pequeña; la doble rueda trasera tenía su mitad suspendida en el aire, volando sobre acantilados en cada curva, desprendiendo pedazos de ripio a cada vuelta.
El colectivo se detiene en un semáforo. Me doy cuenta de lo extraño que se me veía sacando así el balero por plena Rivadiavia. Me doy cuenta que se viene algo tan común que casi asusta, la misma gente, el mismo lugar, las mismas cosas para hacer todos los días, las antiguas ambiciones y toda la pesades de la redimensionalización que aconteció sobre mí al hablar con tanta gente y visitar tantos lugares, como nunca antes en mi vida.
Cuando vuelvo, comí con mi familia, por todo lo que no comí en un mes, tremendamente austero, dormí siesta por todo lo que no dormí en todo el viaje, entre butacas, la calle, las terminales y los hostels; me sentí en casa.
Cuando me despierto, de esa inmensa siesta con la panza llena, todo pareció una epifanía, una reflexión basada en una fantasía muy real. No iba a tener que pasar hambre, no iba a tener que planear a dónde ir, ni como hacer para pagar menos, ni qué iba a hacer para comer, solamente esperar atardecer para visitar al resto de mis amigos y empezar con mi vida nuevamente, porque solo fue una aventura típica de un pibe de clase media jugando a ser pobre en otro país y en otras provincias; pero así fue como me lancé entero a aquella porción del mundo: los carnavales jujeños y la quebrada, las ciudades bolivianas, las capitales del norte argentino y la diferencia cultural que existe en tan solo algunos kilómetros.
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