Que triste la puta madre.

Hace tiempo que me vengo cortando el pelo solo, casi sin mirar el espejo, sino es para filtrar los grandes desperfectos. Capaz a modo de protesta. Protesta por la plata y por lo que significa cortarse el pelo.

Qué hubiera pensado mi abuelo, ¿No?

Mi ex peluquero es un hombre viejo, simpático, a veces desagradable y olvidadizo. Todas las veces me terminó haciendo un corte que no me gustó. Sentí que eran de pretencioso aspecto .
Me comentó una vez que tenía cáncer de colon, así que por alguna razón me "alegraba" pagarle. Estaba un poco harto de que me cuente siempre lo mismo (muy repudiable algunas opiniones), porque se olvidaba sistemáticamente de que me había comentado que le costaba dormir por los dolores abdominales, que tenía poca familia, que los manteros en once rompían las pelotas, que Moyano no podía estar como presidente de Independiente, que los indigentes en la calle son una molestia y que el local lo tenia desde el 84'.
Casi siempre igual, y siempre me preguntaba si me cortaba el pelo porque tenía un evento importante. Yo siempre le contesté que era para una entrevista a pesar que haya sido esa la razón por la cual fuí por primera vez allí. Siempre entrevista respondía, pero por suerte quedé y me pagan muy bien y también me enseñan mucho en mi trabajo, le dije. Análisis químico de derivados del petróleo, qué tal, 22 años nomás y así, me decía, como orgulloso. Yo sonreía, como homenajeado. Al cabo de un rato de silencio sentía vergüenza.

Quién diría, todos esos prejuicios se mantienen cerca de la muerte; capaz la muerte no ablanda a nadie, solo a la carne cuando se pudre.

Pero igual me dan ganas de apartarme de esa costumbre del pelo parejo, así que me corto con desprecio, casi sin mirar y sin salir de mi desprolijidad habitual.
Me quedé pensando, frente al espejo, que cuando era mas jóven ni loco me hubiera cortado el pelo así, sería como un suicidio social. Superpuse la vaga imagen que tengo de mi en el pasado con el reflejo que acontecía mis ojos. Por alguna razón, a pesar de las grandes diferencias, sigo siendo el mismo. Lo admití con ternura y a la vez con tristeza, no si es nostalgia o tristeza pura en sí misma, pero que se yo, es todo tan difuso como el dolor y el placer, en qué momento uno se diferencia del otro.
Una vez de que logre quitarme todo el pelo adherido a mi cuello, espalda, pecho y hombros, un domingo a la noche, me fui a caminar por el centro de Ramos mientras me fumaba un pucho. Me gusta armarlos y ponerlos en un estuche plateado muy piola que me compré. Si, nada modesto de hecho. Así que caminé en plan de disfrutar esa caída desapercibida y contundente del aire frío en la noche. Hacía muchísimo frío, el pucho se rehusaba a prender. El viento se filtraba por la comisura de los plieges de mi campera juntados por botones, muy fríos también. La sensación de caminar en un lugar poco iluminado pero con luces ténues es irreproducible, pero en un vago intento puedo decir que se parece como nadar entre estrellas, como si fueran luciérnagas enormes, pero con la sensación inanimada de un astro.

Ramos es oscuro, a pesar de todo. En esa oscuridad una mujer y sus dos hijas pusieron una manta y se sentaron sobre ella para mendigar. Justo pase por al lado y me pidieron plata. La madre me dijo que necesitaba lo que fuera, que tenía un hijo internado y a las nenas enfermas. Seguí de largo, pero no por insensible sino por atónito. No pude detenerme porque quede sorprendido por el frío y el poco abrigo que tenían. Me saqué el pucho de la boca y con una sola mano intenté buscar plata. Salí con ciento diez pesos, para comprar dos birras de cincuenta y cinco. Le di 10. Al darle el billete a la madre, me increpó, elevando el tono de voz sin mostrar gesto alguno, con la vista perdida. Me preguntó si podía darle cien, porque "es lo que sale la medicación". Seguí de largo, capaz porque me sentí intimidado. Además le había dado plata, ya la ayudé en lo que pude. Seguí fumando y disfrutando de ese frío entumecedor mientras el calor de la combustión del cigarrilo abrigaba mi garganta. Pasaron muchas cuadras y no pude atinar a pensar en otra cosa. Mis cien pesos son dos birras, casi por descaro al domingo y culto a mi asentada ebriedad de todos los días. Nada bueno, solo cien pesos para cerveza, como la guita que use para comprarme el estuche presuntuoso de los puchos. Además, que se compren o no medicación que me importa, capaz usan esa plata para comprarse algo caliente. Volví. Con la poca convicción que suelo tener le dí los cien pesos, mirándola con tristeza. Inmutada agarró el billete violeta y me dijo que la medicación salía doscientos. Le dije que no tenía mas y que ojalá que no pasen frío, lo cual es estúpido, porque el aire estaba helado y ellas no tenía mucho abrigo. Suelo ser un idiota cuando no se que hacer, como que mi opción por default es ser un bobo. Me fuí indignado, pero no se bien porqué. Yo no le dí los cien pesos para el medicamento, o si bien fue el espíritu en un comienzo, fue principalmente para que estén mejor. Seguro que esos cien pesos los van a usar para estar un poquitito mejor, si les daba doscientos también. Qué sentido tenía en pensar de forma despechada esa reacción, a mi parecer, desagradable. Caminé por la parte mas oscura que conocía por ahí, sin abrirme mucho del camino mas corto a casa. Nadar entre estrellas, pensé. Qué pensaría mi abuelo de todo esto.
"La oscuridad es muy fría, mas fría de lo que uno podría imaginarse". Me sentí ingenuo al decirme por dentro esa frase, qué sabía yo de la oscuridad. A penas la imagino.
Llegué al calor impactante de mi casa, vacía. "Terrible todo esto" pensé, pero ya me tomaría una birra y listo. En la heladera no había nada, capaz una mayonesa por acabarse y leche. El ruido metálico del motor del refrigerador me echó cuando me quedé colgado mirando el fondo blanco de la heladera, vacía. Me fuí a dormir así nomas, solamente tomé el cuidado de lavarme los dientes y encender la estufa. Miré la foto de mi abuelo con la que estoy yo de chico, que mi papá recuadró para mí.

Me dormí pensando en por qué no estaba feliz por haberle dado los cien pesos. Que triste es la vida, la puta madre.

Después morimos sumidos en nuestro dolor y nos llevamos el mundo por delante por no poder verlo, y la salida mas fácil es ese descaro insensible y obstinado que goza todo el mundo cuando apunta con el dedo.

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