Cuando las líneas se cruzan.
Ese día era nuestro. Yo los veía tan bien a ellos, sabíamos que era una de nuestras últimas jodas juntos. Me lo acuerdo bien a pesar que me alcoholicé mucho. Ellos también se pegaron un pedo. Creo que era la fiesta de egresados de una amiga de Peque, nos consiguió entradas. Nos las dió en el Maxi, a la tarde. Hacía calor esa tarde, por eso nos habíamos quedado a tomar una coca. Juan estaba re manija, quería salir porque ya nos quedaba poco tiempo de colegio. Tenía razón. Hay que aprovechar cada momento de la vida. Había que aprovechar la vida. En el Maxi comenzamos a organizar la salida. La previa era en lo de Peque, yo llevaba el vodka, Lucas traía los jugos.Mientras tomábamos la coca y nos reíamos, el sol cayó lejos de Ituzaingó, forzando a encender las luces de la calle.
El vió cómo se encendían los focos de los postes de luz, lento e intermitentemente, como si no tuviesen ganas, al igual que él en ese momento. Estaba vestido con la ropa de trabajo, la camisa celeste y el pantalón de vestir. Estaba muy desarreglado, tenía la camisa fuera del pantalón y la ropa muy arrugada. Caminaba lento, tenía su mochila con algunos escritos, su billetera casi sin plata y sin documento. Lo había quemado antes de salir por última vez de su departamento, para que no lo reconociesen. Decidió que iba a ser lo mejor, mucho menos vueltas, se acordó de que prendió la hornalla y dejó el plástico del carnet desparramado en la superficie de la cocina. Vivió en la incertidumbre, supuso que morir sin alterarla, aportando un cuerpo sin identidad, sería lo correcto. La noche nacía de a poco, al igual que su nostalgia al caminar sin rumbo fijo.
Caía la noche. Ellos me esperaron un rato, porque a la tarde después de tomar la coca, me quedé leyendo "El perjurio de la nieve" y se me hizo un poco largo, pero me había atrapado. No les dije nada porque soy el único del grupo que le gusta leer. Yo ya había comido. Cuando llegué a la casa de Peque estaban él y Lucas comiendo pizza. Ni bien llegué nos empezamos a reír de estupideces. Juan llamó a Peque diciendo que iba a llegar más tarde. Ni bien colgó nos empezamos a reír de que Juan era un pajero, era lentísimo para hacer todo. Terminaron de comer los chicos y empezamos a hacer los tragos. Me asombré mucho cuando Peque trajo un bidón de cinco litros vacío. Dijo que de ahí íbamos a tomar el destornillador. También me causó gracia porque había comprado como cinco sodas de un litro para hacer el destornillador con gas. Dijo que era para que nos tiremos pedos, "el pedo de borracho es placentero", argumentó. Nos reímos un montón. Pusieron música de boliche. Peque bailaba muy gracioso, era un chabón musculoso y de mediana altura, sus movimientos estaban muy restringidos por su contextura física. Comenzamos a preparar los tragos. Juan todavía no llegaba.
Él tenía que llegar en algún momento, ya había estado caminando por cualquier lugar durante horas. Escribió una carta antes de irse de su departamento, pero justo antes de cruzar la puerta, se volvió y la rompió. La tiró al inodoro. Pensó que era una idiotez dejar algún mensaje a alguien sabiendo que sólo iba a generar pena fingida, remordimiento tardío e iba a preocupar a gente que nunca le rindieron respeto a él. Pensó que todos eran unos farsantes. Cuando cruzó la puerta se sintió levemente arrepentido. Para amainar tal sensación se dijo contundentemente que no había vuelta atrás y recordó con mucho rencor todo ese rechazo, su familia, su trabajo; las mujeres. Y así comenzó su caminata de muchas horas. Hasta que vió la escalera de la estación Saenz Peña en celeste, cuando caminaba por 25 de Mayo. La noche había caído sobre él ya hacía unas horas. Bajó las escaleras iluminado por las lámparas. Sintió que era una luz falsa, de color insípido. Sintió que el sol no tiene igual. No pudo recordar el último momento en el que vió luz de día. Se arrepiente de no haberse acordado. Pero se repitió con más énfasis que ya no había vuelta atrás.
Sabían bien que después de ese bidón no había vuelta atrás. Era mucho alcohol. Cuando llegó Juan y vió ese bidón se rió e hizo un gesto convalidante moviendo la cabeza lentamente hacia arriba y hacia abajo. Según Juan éramos nosotros. Así que Peque le subió el volumen a la música para dar el primer trago del bidón. Lucas puso en youtube gangnam style para que Peque moviese su estrepitoso cuerpo. Qué gracioso fue verlo bailar. La mole en un movimiento ridículo. Lo más divertido era ver cuánta concentración requería para hacer el baile del caballo. Su cara se perdía, no podía medir los objetos cercanos a él. Era él y la música. Sus ojos no le correspondían.
No podía evitar perder la concentración. Fijaba la vista casi inconscientemente. Recordaba cómo sus compañeros de trabajo se mofaban de él. Pensó que eran unos imbéciles. Luego pensó que lo molestaban porque lucía poco hombre, poco seguro, que era un incapaz con las mujeres. También recordó lo último que le dijo una mujer, en un bar. Pensó que ir al bar solo iba a ser buena idea para conocer gente. Pobre de él. No se hizo notar de la mejor manera. Se planteó mostrarse seguro y decidido, que ya no tenía nada que perder, que no lo conocían y todas esas cosas que ni él mismo se creía. La saludó tímidamente a pesar de que él no quería mostrarse así. Le invitó un trago. La mujer se rió. Le dijo que era un vómito, así, literalmente. Lo que a él nunca se le ocurrió, nisiquiera tuvo la remota idea, fue pensar que la fémina era una pedante, una trepadora. Se bombardeó con pensamientos terribles, que esa respuesta era por su culpa. Al dejar de pensar en ese mal episodio, retomó su mirada. Estaba mirando las vías del subte. Sintió que tenía que justificarse más aún para hacer lo que tenía pensado hacer. En otras palabras se quería herir aún más. Recordó a su padre violento. Se fué cuando él era chico y nunca mas lo vió. Lo dejó con su madre, otra incompetente, que nunca lo quiso. En el colegio nunca lo felicitó por nada, tampoco lo ayudó ni lo contuvo cuando le decía entre lágrimas que sus compañeros lo molestaban. Nunca jugó con ella, a pesar de que él siempre quiso. Pensó que la odiaba. Estaba profunda y tempranamente solo. Comenzó a llorar. Le gustó. Se sintió preparado.
Lucas dijo que ya estaba preparado, que ya había tomado lo suficiente. Pasaron cinco minutos y se rió y dijo que ni él sabe lo que quiere. Volvió a tomar un trago largo. Nos reímos, porque Lucas también era torpe. Y lo sabía demostrar. Lo ví a Peque sentado en la computadora, minutos después que Lucas hiciese ese trago que lo dejó tirado en el sillón. Me quedé hablando con Juan, que este día era nuestro último, que si bien faltaba tiempo para que termine el año y se vaya al sur, éste era nuestro día. Nos reímos y al ver a Lucas y a Peque perdidos en un pedo profundo, nos dimos cuenta que todo marchaba bien. Nos dimos un abrazo. Recuerdo que fue un abrazo muy emotivo. Son de esos gestos que te hacen evocar cuanto querés a alguien, pero que no existe forma de explicarlo. Contuve las lágrimas. Supuse que estaba así de sensible por el alcohol. Lo miramos a Lucas, tirado riéndose de Peque. Lo observé sentado en la computadora, embobado con algo que estaba viendo. Lo acompañé a mirarlo. Era un video, de una camara de seguridad de un subte, que enfocaba a un hombre desarreglado, que lucía muy cansado. Miraba para muchos lugares. Eventualmente se quedaba perplejo hasta que volvía a mirar otra cosa. Parecía perdido.
Se sintió completamente fundamentado. Le recorrió un escalofrío, que anunciaba inminentemente que no hay vuelta atrás. Ahora creyó en sí mismo. Era una de las pocas veces que lo sentía. Se experimentó raro. Como si rodase por una pendiente muy empinada, cayendo hacia una inevitable cornisa. Se incomodó en la soledad del andén. Empezó a observar a todas las cosas, como queriendo aferrarse de algo, de algo que evocase algún recuerdo feliz, buscaba la forma de decirse que no era necesario, que se podía seguir adelante. En un vistazo encontró una cámara de seguridad. Se sintió aún mas triste. Al sentirse observado, sintió una presión, como si la cámara con su lente penetrante lo juzgara de miedoso. Se le cruzó por la cabeza que eso que lo observaba convalidaba lo que estaba a punto de hacer. Pensó que lo que estaba atrás de la lente ansiaba que venga el tren. Comenzó a llorar. Como si supiese quiénes están del otro lado de la lente observándolo, convenciéndose de que no esperaba menos de los espectadores. Se sintió degradado, como un ser extraño.
Era un extraño. Digo extraño, porque no parecía una persona común esperando el subte. Además estaba solo en todo el andén. Te da una idea de que estaba en un horario no convencional. Lo miré a Peque, que estaba embobado en el video. Justo cuando volví mi vista hacia la pantalla, el misterioso hombre miró a la cámara. Lucía triste. Parecía que la cámara lo atosigase. Ponía una cara tan triste, como si le pidise clemencia. Fue morboso. Pero seguí mirando el video. Pronto el hombre comenzó a llorar. Tenía una expresión entre disculpas y resentimiento. No paraba de mirarme.
Pensó en trasmitirle toda la tristeza a esa cámara. Miró la lente recordando la porquería que fue su vida. Enchastró en sus ojos toda esa agonía. Quería que paguen por todo. En breve iban a ver lo que le desearon toda la vida, verlo desplomarse. Iban a sentir la repugnancia que tiene la carne cuando no adopta una forma definida, cuando ya no quede nada de humano, cuando su cuerpo se vuelva amorfo y pútrido, como ellos pretendían. Se ganaron todo esto. Esperaba que así se equilibrasen las cosas, que les quede impregnado en su memoria el último deseo de vida. Que al menos se asquearan de lo que habían logrado. Así fue como el ruido del subte a los lejos acarició suavemente todo su cuerpo. Casi sin dejar de mirar a la cámara, se dio vuelta hasta caminar al extremo del andén. La luz del subte ya se podía ver en la oscuridad.
Ya se podía ver la luz de los vagones acercándose. Yo sólo podía prestar atención al video. Me sentía allí dentro, como si fuese todo un espectáculo programado para que yo lo vea. El hombre se fue hacia un extremo del andén. Puso una postura poco relajada, como si se hubiese preparado para la llegada de los coches. Lo ví estremecerse, agitarse de la forma típica de un llanto.
Lloró, como nunca antes. Realmente se sintió triste. En el momento mismo que las vibraciones del suelo lo encerraron en su propia decisión, se dijo a sí mismo que estaba cerca de terminar con la agonía de vivir, que ya nada malo le iba a suceder después de que el tren pase. Lo vió venir. Se agachó un poco. Vió las gotas de su llanto en el suelo. Lástima que se evaporarían en un instante, pensó. Antes que se asome el subte, calculó el salto para que su torso quedase atrapado entre el andén y el vagón. Vió a la mole amarilla y acuadrada acercarse, y saltó en un desliz suave y continuo hacia el vacío.
Fue cuando se acercó el tren. Parecía acecharlo. El tren vino muy rápido. El hombre se lanzó hacía las vías, pero quedaron exhibidas las piernas, mirando hacia arriba, girando en simultáneo con el avance del vagón. Recorrieron lentamente toda la estación. El borde del andén, amarillo, se tornó de un anaranjado heterogéneo, como si contuviese grumos. Peque estaba obnubilado. Yo no podía creer lo que estaba viendo. La escena fue bruscamente cortada con la propaganda de otros videos. Peque se empezó a reír de mi cara. Yo no entendía de qué se reía. Puso en el buscador de you tube "nene malo" y me hizo un gesto gracioso. La música sonaba muy fuerte, Lucas y Juan se vinieron para donde estábamos nosotros. Peque se levantó a bailar, Lucas hizo lo mismo. Juan empezó a cantar la canción que se escuchaba, cambiando la voz a una muy ridícula, similar a la del cantante. Vieron que no me levantaba, así que me agarraron y me pararon de un empujón. Vi sus caras y pensé que sería lo correcto dejar de pensar en el video. Pensé en el rostro del hombre. Supongo que me quedé atónito, porque me volvieron a empujar para que reaccionara. Me dí cuenta que tenía que seguir bailando, que había que aprovechar la noche, que quizá no los vea muy seguido a los chicos. Salimos de la casa de Peque para ir al boliche. Ésta siempre fue la mejor parte de la noche; el éxodo. Le decíamos así. Así que caminamos ebrios rumbo a Ituzaingó para ir a Villa Ariza, encarar por Barcala y cruzar el autopista por el puente del mismo nombre. Era genial ese estado, era perfecto, las risas duraban mucho, las penas se recordaban poco y se sentía un porvenir que no exigía compromiso. Me acuerdo que jugábamos a componer versos que rimen entre sí para contar una historia, algo así como una payada. Lucas no podía concebir una sola rima y en cada intento fallido nos moríamos de la risa. También solíamos evocar a los idiotas del curso, imitarlos y cosas así. No recuerdo muy bien qué hicimos una vez en la calle. Pero recuerdo que pasamos por la plaza Éxodo Jujeño y Lucas se tropezó. Se manchó la rodilla con pasto. Luego fuimos por Barcala y pasamos por la estación de servicio para ver si había algún conocido. O creo que sólo entramos por molestar, la verdad no lo recuerdo. Cuando cruzamos colectora empezamos a subir el puente lentamente, como si fuese más complicado con todo ese alcohol en nuestros cuerpos. Lucas y Juan se adelantaron, o más bien Peque y yo nos alejamos. Me miró fijo. Yo sentí que me quería decir algo importante, pero no sé si fue por el alcohol o porque no le presté la debida atención, lo ignore hasta que llegamos a la cúspide del puente. El pasillo, hecho por el guardarrail y el alambrado, era mas o menos angosto, Lucas y Juan ya habían cruzado a esa altura. Nosotros nos volvimos a mirar. Peque se detuvo, yo intuí que también tenía que hacerlo. Era una noche hermosa, la luna alumbraba todo de un color blanco azulado. El autopista desde esa altura se veía espléndida, recta y larga hasta el horizonte. Las luces la hacían mas hermosa. Nos aferramos al alambrado, para observarla mejor. Me percaté de la altura. Si no hubiese alambrado, caeríamos por un rato hasta tocar el suelo. Quizá moriríamos. Por la altura o en el peor de los casos contra un auto. Peque me miró devuelta. Yo supe lo que pensaba. El sabía lo que estaba pensando, porque comenzamos a probar cuánto resistía ese alambrado. Qué pasaría si alguno de nosotros muriese. Quien nos recordaría. Cómo afectaría al mundo. Qué habíamos logrado hasta el momento, si con 20 años él y 18 yo, no supimos escuchar, mirar, recordar cosas valorables. Éramos niños de casi dos décadas. Éramos inútiles. Íbamos a un boliche con dinero de nuestros papás, vestidos para esconder la desidia de no tener identidad, o aparentar tenerla. Me sentí como todo el mundo. Sentí que ya había mucho de eso. Demasiado. Peque comenzó a agitar cada vez más fuerte el alambrado. Yo lo imité con más ganas que fuerzas. Al ver a Peque esforzándose tanto sentí que podíamos lograrlo. En el medio del forcejeo Peque gritó de impotencia. Yo seguí empujando, pero era imposible. El alambrado nos contenía. Sentí que me cuidaban, que querían que entrase al boliche, que tomara, que me despertara y que siguiera siendo igual que siempre. Peque me dijo que no se podía hacer nada. Nos levantamos y fuimos corriendo a buscar a los chicos. Cuando los vimos jugando a mearse entre sí me dí cuenta que estábamos en el lugar correcto. Sin rumbo, pero con amigos.
El vió cómo se encendían los focos de los postes de luz, lento e intermitentemente, como si no tuviesen ganas, al igual que él en ese momento. Estaba vestido con la ropa de trabajo, la camisa celeste y el pantalón de vestir. Estaba muy desarreglado, tenía la camisa fuera del pantalón y la ropa muy arrugada. Caminaba lento, tenía su mochila con algunos escritos, su billetera casi sin plata y sin documento. Lo había quemado antes de salir por última vez de su departamento, para que no lo reconociesen. Decidió que iba a ser lo mejor, mucho menos vueltas, se acordó de que prendió la hornalla y dejó el plástico del carnet desparramado en la superficie de la cocina. Vivió en la incertidumbre, supuso que morir sin alterarla, aportando un cuerpo sin identidad, sería lo correcto. La noche nacía de a poco, al igual que su nostalgia al caminar sin rumbo fijo.
Caía la noche. Ellos me esperaron un rato, porque a la tarde después de tomar la coca, me quedé leyendo "El perjurio de la nieve" y se me hizo un poco largo, pero me había atrapado. No les dije nada porque soy el único del grupo que le gusta leer. Yo ya había comido. Cuando llegué a la casa de Peque estaban él y Lucas comiendo pizza. Ni bien llegué nos empezamos a reír de estupideces. Juan llamó a Peque diciendo que iba a llegar más tarde. Ni bien colgó nos empezamos a reír de que Juan era un pajero, era lentísimo para hacer todo. Terminaron de comer los chicos y empezamos a hacer los tragos. Me asombré mucho cuando Peque trajo un bidón de cinco litros vacío. Dijo que de ahí íbamos a tomar el destornillador. También me causó gracia porque había comprado como cinco sodas de un litro para hacer el destornillador con gas. Dijo que era para que nos tiremos pedos, "el pedo de borracho es placentero", argumentó. Nos reímos un montón. Pusieron música de boliche. Peque bailaba muy gracioso, era un chabón musculoso y de mediana altura, sus movimientos estaban muy restringidos por su contextura física. Comenzamos a preparar los tragos. Juan todavía no llegaba.
Él tenía que llegar en algún momento, ya había estado caminando por cualquier lugar durante horas. Escribió una carta antes de irse de su departamento, pero justo antes de cruzar la puerta, se volvió y la rompió. La tiró al inodoro. Pensó que era una idiotez dejar algún mensaje a alguien sabiendo que sólo iba a generar pena fingida, remordimiento tardío e iba a preocupar a gente que nunca le rindieron respeto a él. Pensó que todos eran unos farsantes. Cuando cruzó la puerta se sintió levemente arrepentido. Para amainar tal sensación se dijo contundentemente que no había vuelta atrás y recordó con mucho rencor todo ese rechazo, su familia, su trabajo; las mujeres. Y así comenzó su caminata de muchas horas. Hasta que vió la escalera de la estación Saenz Peña en celeste, cuando caminaba por 25 de Mayo. La noche había caído sobre él ya hacía unas horas. Bajó las escaleras iluminado por las lámparas. Sintió que era una luz falsa, de color insípido. Sintió que el sol no tiene igual. No pudo recordar el último momento en el que vió luz de día. Se arrepiente de no haberse acordado. Pero se repitió con más énfasis que ya no había vuelta atrás.
Sabían bien que después de ese bidón no había vuelta atrás. Era mucho alcohol. Cuando llegó Juan y vió ese bidón se rió e hizo un gesto convalidante moviendo la cabeza lentamente hacia arriba y hacia abajo. Según Juan éramos nosotros. Así que Peque le subió el volumen a la música para dar el primer trago del bidón. Lucas puso en youtube gangnam style para que Peque moviese su estrepitoso cuerpo. Qué gracioso fue verlo bailar. La mole en un movimiento ridículo. Lo más divertido era ver cuánta concentración requería para hacer el baile del caballo. Su cara se perdía, no podía medir los objetos cercanos a él. Era él y la música. Sus ojos no le correspondían.
No podía evitar perder la concentración. Fijaba la vista casi inconscientemente. Recordaba cómo sus compañeros de trabajo se mofaban de él. Pensó que eran unos imbéciles. Luego pensó que lo molestaban porque lucía poco hombre, poco seguro, que era un incapaz con las mujeres. También recordó lo último que le dijo una mujer, en un bar. Pensó que ir al bar solo iba a ser buena idea para conocer gente. Pobre de él. No se hizo notar de la mejor manera. Se planteó mostrarse seguro y decidido, que ya no tenía nada que perder, que no lo conocían y todas esas cosas que ni él mismo se creía. La saludó tímidamente a pesar de que él no quería mostrarse así. Le invitó un trago. La mujer se rió. Le dijo que era un vómito, así, literalmente. Lo que a él nunca se le ocurrió, nisiquiera tuvo la remota idea, fue pensar que la fémina era una pedante, una trepadora. Se bombardeó con pensamientos terribles, que esa respuesta era por su culpa. Al dejar de pensar en ese mal episodio, retomó su mirada. Estaba mirando las vías del subte. Sintió que tenía que justificarse más aún para hacer lo que tenía pensado hacer. En otras palabras se quería herir aún más. Recordó a su padre violento. Se fué cuando él era chico y nunca mas lo vió. Lo dejó con su madre, otra incompetente, que nunca lo quiso. En el colegio nunca lo felicitó por nada, tampoco lo ayudó ni lo contuvo cuando le decía entre lágrimas que sus compañeros lo molestaban. Nunca jugó con ella, a pesar de que él siempre quiso. Pensó que la odiaba. Estaba profunda y tempranamente solo. Comenzó a llorar. Le gustó. Se sintió preparado.
Lucas dijo que ya estaba preparado, que ya había tomado lo suficiente. Pasaron cinco minutos y se rió y dijo que ni él sabe lo que quiere. Volvió a tomar un trago largo. Nos reímos, porque Lucas también era torpe. Y lo sabía demostrar. Lo ví a Peque sentado en la computadora, minutos después que Lucas hiciese ese trago que lo dejó tirado en el sillón. Me quedé hablando con Juan, que este día era nuestro último, que si bien faltaba tiempo para que termine el año y se vaya al sur, éste era nuestro día. Nos reímos y al ver a Lucas y a Peque perdidos en un pedo profundo, nos dimos cuenta que todo marchaba bien. Nos dimos un abrazo. Recuerdo que fue un abrazo muy emotivo. Son de esos gestos que te hacen evocar cuanto querés a alguien, pero que no existe forma de explicarlo. Contuve las lágrimas. Supuse que estaba así de sensible por el alcohol. Lo miramos a Lucas, tirado riéndose de Peque. Lo observé sentado en la computadora, embobado con algo que estaba viendo. Lo acompañé a mirarlo. Era un video, de una camara de seguridad de un subte, que enfocaba a un hombre desarreglado, que lucía muy cansado. Miraba para muchos lugares. Eventualmente se quedaba perplejo hasta que volvía a mirar otra cosa. Parecía perdido.
Se sintió completamente fundamentado. Le recorrió un escalofrío, que anunciaba inminentemente que no hay vuelta atrás. Ahora creyó en sí mismo. Era una de las pocas veces que lo sentía. Se experimentó raro. Como si rodase por una pendiente muy empinada, cayendo hacia una inevitable cornisa. Se incomodó en la soledad del andén. Empezó a observar a todas las cosas, como queriendo aferrarse de algo, de algo que evocase algún recuerdo feliz, buscaba la forma de decirse que no era necesario, que se podía seguir adelante. En un vistazo encontró una cámara de seguridad. Se sintió aún mas triste. Al sentirse observado, sintió una presión, como si la cámara con su lente penetrante lo juzgara de miedoso. Se le cruzó por la cabeza que eso que lo observaba convalidaba lo que estaba a punto de hacer. Pensó que lo que estaba atrás de la lente ansiaba que venga el tren. Comenzó a llorar. Como si supiese quiénes están del otro lado de la lente observándolo, convenciéndose de que no esperaba menos de los espectadores. Se sintió degradado, como un ser extraño.
Era un extraño. Digo extraño, porque no parecía una persona común esperando el subte. Además estaba solo en todo el andén. Te da una idea de que estaba en un horario no convencional. Lo miré a Peque, que estaba embobado en el video. Justo cuando volví mi vista hacia la pantalla, el misterioso hombre miró a la cámara. Lucía triste. Parecía que la cámara lo atosigase. Ponía una cara tan triste, como si le pidise clemencia. Fue morboso. Pero seguí mirando el video. Pronto el hombre comenzó a llorar. Tenía una expresión entre disculpas y resentimiento. No paraba de mirarme.
Pensó en trasmitirle toda la tristeza a esa cámara. Miró la lente recordando la porquería que fue su vida. Enchastró en sus ojos toda esa agonía. Quería que paguen por todo. En breve iban a ver lo que le desearon toda la vida, verlo desplomarse. Iban a sentir la repugnancia que tiene la carne cuando no adopta una forma definida, cuando ya no quede nada de humano, cuando su cuerpo se vuelva amorfo y pútrido, como ellos pretendían. Se ganaron todo esto. Esperaba que así se equilibrasen las cosas, que les quede impregnado en su memoria el último deseo de vida. Que al menos se asquearan de lo que habían logrado. Así fue como el ruido del subte a los lejos acarició suavemente todo su cuerpo. Casi sin dejar de mirar a la cámara, se dio vuelta hasta caminar al extremo del andén. La luz del subte ya se podía ver en la oscuridad.
Ya se podía ver la luz de los vagones acercándose. Yo sólo podía prestar atención al video. Me sentía allí dentro, como si fuese todo un espectáculo programado para que yo lo vea. El hombre se fue hacia un extremo del andén. Puso una postura poco relajada, como si se hubiese preparado para la llegada de los coches. Lo ví estremecerse, agitarse de la forma típica de un llanto.
Lloró, como nunca antes. Realmente se sintió triste. En el momento mismo que las vibraciones del suelo lo encerraron en su propia decisión, se dijo a sí mismo que estaba cerca de terminar con la agonía de vivir, que ya nada malo le iba a suceder después de que el tren pase. Lo vió venir. Se agachó un poco. Vió las gotas de su llanto en el suelo. Lástima que se evaporarían en un instante, pensó. Antes que se asome el subte, calculó el salto para que su torso quedase atrapado entre el andén y el vagón. Vió a la mole amarilla y acuadrada acercarse, y saltó en un desliz suave y continuo hacia el vacío.
Fue cuando se acercó el tren. Parecía acecharlo. El tren vino muy rápido. El hombre se lanzó hacía las vías, pero quedaron exhibidas las piernas, mirando hacia arriba, girando en simultáneo con el avance del vagón. Recorrieron lentamente toda la estación. El borde del andén, amarillo, se tornó de un anaranjado heterogéneo, como si contuviese grumos. Peque estaba obnubilado. Yo no podía creer lo que estaba viendo. La escena fue bruscamente cortada con la propaganda de otros videos. Peque se empezó a reír de mi cara. Yo no entendía de qué se reía. Puso en el buscador de you tube "nene malo" y me hizo un gesto gracioso. La música sonaba muy fuerte, Lucas y Juan se vinieron para donde estábamos nosotros. Peque se levantó a bailar, Lucas hizo lo mismo. Juan empezó a cantar la canción que se escuchaba, cambiando la voz a una muy ridícula, similar a la del cantante. Vieron que no me levantaba, así que me agarraron y me pararon de un empujón. Vi sus caras y pensé que sería lo correcto dejar de pensar en el video. Pensé en el rostro del hombre. Supongo que me quedé atónito, porque me volvieron a empujar para que reaccionara. Me dí cuenta que tenía que seguir bailando, que había que aprovechar la noche, que quizá no los vea muy seguido a los chicos. Salimos de la casa de Peque para ir al boliche. Ésta siempre fue la mejor parte de la noche; el éxodo. Le decíamos así. Así que caminamos ebrios rumbo a Ituzaingó para ir a Villa Ariza, encarar por Barcala y cruzar el autopista por el puente del mismo nombre. Era genial ese estado, era perfecto, las risas duraban mucho, las penas se recordaban poco y se sentía un porvenir que no exigía compromiso. Me acuerdo que jugábamos a componer versos que rimen entre sí para contar una historia, algo así como una payada. Lucas no podía concebir una sola rima y en cada intento fallido nos moríamos de la risa. También solíamos evocar a los idiotas del curso, imitarlos y cosas así. No recuerdo muy bien qué hicimos una vez en la calle. Pero recuerdo que pasamos por la plaza Éxodo Jujeño y Lucas se tropezó. Se manchó la rodilla con pasto. Luego fuimos por Barcala y pasamos por la estación de servicio para ver si había algún conocido. O creo que sólo entramos por molestar, la verdad no lo recuerdo. Cuando cruzamos colectora empezamos a subir el puente lentamente, como si fuese más complicado con todo ese alcohol en nuestros cuerpos. Lucas y Juan se adelantaron, o más bien Peque y yo nos alejamos. Me miró fijo. Yo sentí que me quería decir algo importante, pero no sé si fue por el alcohol o porque no le presté la debida atención, lo ignore hasta que llegamos a la cúspide del puente. El pasillo, hecho por el guardarrail y el alambrado, era mas o menos angosto, Lucas y Juan ya habían cruzado a esa altura. Nosotros nos volvimos a mirar. Peque se detuvo, yo intuí que también tenía que hacerlo. Era una noche hermosa, la luna alumbraba todo de un color blanco azulado. El autopista desde esa altura se veía espléndida, recta y larga hasta el horizonte. Las luces la hacían mas hermosa. Nos aferramos al alambrado, para observarla mejor. Me percaté de la altura. Si no hubiese alambrado, caeríamos por un rato hasta tocar el suelo. Quizá moriríamos. Por la altura o en el peor de los casos contra un auto. Peque me miró devuelta. Yo supe lo que pensaba. El sabía lo que estaba pensando, porque comenzamos a probar cuánto resistía ese alambrado. Qué pasaría si alguno de nosotros muriese. Quien nos recordaría. Cómo afectaría al mundo. Qué habíamos logrado hasta el momento, si con 20 años él y 18 yo, no supimos escuchar, mirar, recordar cosas valorables. Éramos niños de casi dos décadas. Éramos inútiles. Íbamos a un boliche con dinero de nuestros papás, vestidos para esconder la desidia de no tener identidad, o aparentar tenerla. Me sentí como todo el mundo. Sentí que ya había mucho de eso. Demasiado. Peque comenzó a agitar cada vez más fuerte el alambrado. Yo lo imité con más ganas que fuerzas. Al ver a Peque esforzándose tanto sentí que podíamos lograrlo. En el medio del forcejeo Peque gritó de impotencia. Yo seguí empujando, pero era imposible. El alambrado nos contenía. Sentí que me cuidaban, que querían que entrase al boliche, que tomara, que me despertara y que siguiera siendo igual que siempre. Peque me dijo que no se podía hacer nada. Nos levantamos y fuimos corriendo a buscar a los chicos. Cuando los vimos jugando a mearse entre sí me dí cuenta que estábamos en el lugar correcto. Sin rumbo, pero con amigos.
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