Viernes en Ramos

La caída del sol
despoja las calles
de guardapolvos y mochilas,
los jubilados
en su afán de vivir mas
cenan en la compañía de tragaluces,
esmerilados como un día nublado.

Los hombres inician puntuales
el ritual del coche y música
de ventanillas bajas.
Gaona es un desfile descarado
de apurados y acongojados.

Las luces bostezan
entre el resabio de la gente,
despertándose del tumulto
y su sol ardiente.

El tremor de los adoquines
solo se oye en el ocaso.

Miradas de sospecha, de lujuria
de incidencia triste y repetitiva;
toda vida igual,
como el viento agita a los álamos de la plaza.

Las palomas arrasan las migajas
de lo que fue el último saludo,
el último almuerzo y merienda,
vigilados por el campanario profanado.

Poblando el vacío, se escucha
el ruido de los pasos a nivel del tren,
metronomía exacta de la agonía azul
de una tarde de viernes, en Ramos.

Lentamente la juventud pretenciosa
draga las veredas
buscándose a si misma,
entre el aire tibio y calmo,
de donde se despierta la noche.

Las entradas estan enmarcadas de gente,
el viento es uno con la música.
El lecho de Gaona se llena de colillas de cigarrillos
y gente estática,
haciendo fila para disfrutar.

Las bebidas reflejan luces de colores,
dejando la silueta de los dedos abrazándolas.
Todo se mueve en frecuencias sensuales,
desafiantes.

Yo, como todos,
transito un viernes mas,
a oscuras,
aguardando cada momento
consumido por la luna
para que amanezca,
para que la luz blanca
nos salve de nuestros deseos.

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