Bailarinas blancas.

Llegar temprano al trabajo implica café con leche.
No es buen café, pero faltaría a la verdad al disminuirlo en cualquier sentido; el saquito es lo último que tengo al principio del día. La leche en polvo es buena cuando quiere, así que prefiero no dar motivos.
Mi mejor cumplido es otorgarles la intransigencia de mi implicancia esas mañanas de madrugar.
"Qué cansancio", me digo, o mas bien me pregunto. Será verdad todo esto; sentir sueño y no dormir; el color de las cosas, la existencia de cosas intangibles, como los pensamientos, que a la vez pueden engendrar cosas tangibles en un mundo imaginario y qué es en realidad todo esto, y cosas por el estilo que desencadenan pensamientos a ningún lado y de rápida propagación.
Así, casi siempre, se me pasa el café con leche ¿Será verdad que se calienta solo el agua? La taza, en su hervor fulminante, chorrea leche al plato rotatorio del microondas, que siempre está frío. Agua sí y el vidrio no: el rotador permanece siempre frío, inmune a la radiación mortal de la caja blanca.
Así, en esa clase de reflexiones, el sopor duele, la confianza al café se dispersa como la vista en los papeles, cada vez más.
No sé porqué tomo eso, ya no sé qué me cambian esos 2 sobres de azúcar, la leche en polvo, el agua y el café. Es costumbre. Como los primeros segundos, antes de perderme en la mañana precipitada, mirar la taza rotar dentro de la jaula blanca; mantiene una danza uniforme debajo de una luz ruidosa.
Rescatarla (luego de su hervor) me da mucha pena; casi siempre arruino esas eventualidades.
Saco el recipiente - una de las tantas migajas de mi incredulidad- y lo pongo en un portavasos, como quien recuesta un cadáver. El vapor es mínimo y su color café con leche no es sinó marrón claro con puntos blancos. Por lo menos así era el que ví en el día de las bailarinas.
Estaba lleno, muy lleno de detalles blancos diminutos que no pude dejar de observar. Cómo danzan en conjunto, flotando. Cómo esquivan la cuchara con suavidad y clarividencia, cómo trepan el saquito para lanzarse al vacío marrón estrellado con sus congéneres.
 Efectivamente una mala leche en polvo, pero muy buenas bailarinas.
Las corrientes de calor debajo de la taza ascienden con violencia marcando lóbulos donde la danza conjunta se vuelve hostil. Coreografías meticulosas donde se chocan entre sí; bailarinas blancas besándose hasta la desintegración de su cuerpo envueltas en el aroma del café.
Desmembramientos, choques hacia las paredes (su horizonte de porcelana) hicieron crecer en mí el impulso curioso de revolver con el puñal de su mundo marrón; la cuchara tibia incitaba que provoque otros matices de su libertad en aquel domo: las bailarinas blancas persiguieron el trozo de acero, que invocaba torbellinos, con un sincronismo increíble.
No tan solo bailan entre ellas, yo bailé con ellas. Yo intruí en el café con leche para darme cuenta de lo ingenuo que fui toda mi vida; de los bailes, de los tamaños, de las constelaciones.
Ahora todo es más difícil, pues no quiero vivir sin mi ingenuidad, quiero que dejen de bailar para mí, quiero que el mundo se mas como el de los demás y me deje de atosigar la idea de que provoqué un baile tan bonito y sublime, porque no me puedo tomar el café con leche y tengo que empezar a trabajar.

Todavía creo que el café de la oficina me puede llegar a despertar.

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