Tejer la reconstrucción y concluir que...
¿Cómo es que el mate fue el contexto?
De repente la pava y el mate eran parte del marco del ventanal, casi dibujados. Nuestras fronteras fueron los bordes de la cama y la hora de la cena.
De espaldas a la tierra,
encontré el principio del cenit:
tu reposo.
Pronto, deshacernos, deshacer y unirnos fue la manera de decorar tu cuarto: almohadas, ropa, sábanas, libros; todo nos señalaba, nos sujetaba a terminar de conocernos en el contorno desprolijo que suelo propagar.
De ojos marrones y tez blanca, fué tu silueta de mujer; tu boca despide ese atractante de olor a suspiros, ese que marca el sendero para perder las nociones, para dar el primer paso.
Fué después de algunas risas que comencé a escoger qué caricia barajar. Necesitaba conocerte un poco mas: sé que tu pelo es gradiente de ánimos, sé, también, que la manera que plegás los labios es desconsiderada, pero ¿Por qué todos esos preámbulos? ¿Porqué las poses, los abrazos? Sabíamos bien nuestras preguntas, sabíamos bien cómo desarmarnos, pero los chistes, tu acento santafecino, el silencio que provocas dentro mío y tuve que ser, tuve que encontrar mi exposición verdadera para lograr detener la marcha, porque todo sucede rápido y todavía no te conozco lo suficiente, ojos marrones oscuros, que me gritan, que me conversan en lo poco que les aporta el velador en la oscuridad roja del cuarto.
El diafragma,
tus suspiros son gritos del diafragma.
Todo lo gobierna,
todo lo aclara:
la culpa de esconder.
Con sólo palpar tu cuello
estudié la trama de la transparencia.
La cena, imparcial. Rivadavia sólo es un río naranja.
Descender, transpasar la frontera fue el impulso, fue el cierre del preludio. Luego, recostarse fue muy simple. No tan sólo eso: logré amainar el encierro de las incertezas. Supe que pronto, a cada roce, vería bajar de las curvas de tu cuerpo, el secreto que me espía desde las pupilas de tus ojos.
Pude lograrte, durante la madrugada, relajada y ansiosa, tibia y ardiente; desnuda y bellamente limitada. Fue cuando te manipulé incandescente, cuando el encierro de las sábanas se volvió turbio por el vapor de nuestros cuerpos. Todo esto duró mucho, realmente carezco de la conciencia apropiada para dilucidar en qué momento cambiaste, en qué momento el color de tus ojos se esclareció, en qué momento te transformaste en una nena.
Cuando abandonaste la habitación no lo pude creer, qué hago con esta versión de vos encima, tan sublime. ¿Cómo?, me preguntaba ¿Cómo es que ha cambiado? Si la retuve en mis brazos toda la noche. ¿Desde qué momento abracé a esa efímera niña?. Todas mis dudas, toda mi perplejidad, todo mis artilugios para indagarla se desmoronaron. Simplemente me detuve como nunca detuve mi pensamiento, a observar ese par de ojos marrones claros. Decidí no perder tiempo, y aprovechar la acotada presencia de la nena, para rendirme de una vez y por todas las que me negué en mi vida, a la ingenua paz de la hermosura. De a poco te fuiste.
La nena fardada de mujer, de rostro pálido y de contorno rojizo, me observaba durante mi pesada huida de los muslos inescrupulosos, tus últimos restos. Se paro allí, delante de mi nariz, en la controversia del reflejo de mis ojos, donde posaba como búho sobre el halo de la noche de un
cubrecama. Sus ojos marrones claros exhibían la presunción de la inocencia pura. Alejándose de su abismo, nacía el fuego oscuro de sus pestañas.
La noche era larga y ella consumía su cuerpo para mí:
Detrás de la sombra de los astros,
ocultada de mí, te rasgué.
La llama de pájaro;
en su profundo dorso
me encerré.
Quiero de tu agua tersa
Para no volver a temer.
Y así ella muere,
como la crisálida de una niña del manantial.
Se inmuta, decide alojar la mirada mía proponiéndome un juego lento y sugestivo; su piel indígena gobernó mi cuerpo, escondido ingenuamente entre colchas y almohadones. Dónde se fue ella, por qué ahora la nena me urge como tóxica medicina a la ausencia de ella.
No alcanza el balcón, no me basta el coito; me gustaría saber dar esa
caricia que la llame sin inanición hacia el círculo de mi vida.
Pero el tiempo pasa inadvertido y los relojes no mienten. Más de un día ha pasado y no has vuelto.
Creo haber sucumbido.
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